jueves, 28 de abril de 2011

La Villa que lo tiene todo

Por Silvina Constenla

Siempre quise conocer y recorrer alguna provincia de mi país, y por diversos motivos me llamaba la atención Córdoba. Es sabido que su gente es muy alegre y sólo por su tonada al hablar, los hacen simpáticos y con muy buena onda, además del ritmo cuartetero que llevan en la sangre.
Es una música que al escuchar nadie se puede negar a bailar, aunque más no sea unos pasitos. No sé si algunos de esos motivos tenían que ver con mi inquietud, pero hoy puedo decir que no me equivoqué en ese aspecto.
Mi destino en aquel entonces fue Villa Carlos Paz, una ciudad que desde hace unos años se ha convertido en la segunda parada turística más importante de verano. El hotel donde paramos y las primeras imágenes que vi del lugar, me hicieron sentir una gran sensación de tranquilidad.
Las inmensas sierras que rodean el lugar y el hermoso Lago San Roque son para los turistas los atractivos emblemáticos para llevar de recuerdo cualquier fotografía.
Como la Villa está ubicada en una excelente posición geográfica que favorece la comunicación entre las provincias circundantes, lo primero que hice fue anotarme en las excursiones para visitar el circuito conocido como Valle de Punilla.
Entonces, conocí Cosquín y su famoso estadio de conciertos folklóricos, La Falda, Villa Giardino, Capilla del Monte, donde se encuentra el Cerro Uritorco. Allí venden piedras energéticas y no pude resistir la tentación de llevarme unas cuantas de recuerdo. Los cuentos respecto a historias referidas a extraterrestres no faltan en ese lugar.
Tanto como eso no pude comprobar, pero es una opción para los creyentes de seres de otro planeta. En la noche de Carlos Paz hay para todos los gustos y edades y la bebida que más abunda es la cerveza.
La peatonal es extensa y los artistas callejeros que se encuentran en cada esquina son un buen contraste para el lugar. El casino y el bingo fueron una parada a la que no me pude resistir, aunque no soy de las mejores jugadoras pero debo reconocer que allí despertó mi lado lúdico.
Lo más simpático fue compartir la mesa del bingo con una señora que jugaba agarrada a una piedra de esas energizantes o en su caso, supongo que de la buena suerte. Ella no la soltaba y anotaba los números que iban saliendo como si algo del más allá la estuviera apuntalando.
El día en la Villa es importante porque existen numerosos balnearios. Siempre hay que salir con el traje de baño debajo de la ropa porque en cualquier parada uno se puede topar con un lago.
También los días de lluvias se pueden recorrer los museos y los acuarios a precios accesibles y lo que no se puede dejar de probar es el famoso chivito, una de las comidas emblemáticas de Córdoba.
Otro de los lugares para visitar es el famoso reloj Cu-Cú, en el cual vi a muchas personas, incluida yo, que se quedan expectantes para lograr fotografiar el momento preciso en el que el famoso pajarito sale del simbólico monumento cada, exactamente, media hora. Por suerte, logré captar el momento preciado para poder decir: ”Estuve en Villa Carlos Paz”.

miércoles, 20 de abril de 2011

Rumbo a Machu Picchu, donde se hace camino al andar


Por Bárbara Juri


La ansiedad y los nervios de la noche anterior no me dejaron dormir. La frase ”¿quién me mandó a hacer esto?”, se repetía en mi cabeza hasta cansarme. Es que El Camino del Inca, la caminata de cuatro días para llegar a las ruinas de Machu Picchu, se había convertido en un verdadero desafío para mí, allá por enero del 2009.
El micro que nos pasó a buscar a mis dos amigas y a mí para llevarnos hasta el punto de salida de la travesía llegó una hora más tarde. Listo, nos hicieron la cama, la empresa que contratamos es un fantasma, me dije. Pero finalmente llegó, y el guía reconoció: ”Tardamos porque la mayoría de los turistas son argentinos y son muy impuntuales, no estaban listos en sus hoteles”.
Por dentro, me alivié al saber que había compatriotas en la excursión y más aún cuando subí y Luis, un fotógrafo que guardó en imágenes los mejores recuerdos del viaje, dijo: ”Yo me quedo a mitad de camino”. ¡Sí!, siempre hay alguien más pesimista que uno.
Así fue como empezó la travesía. Después de un plato de fideos y la compra de un bastón –que sería una fiel compañía– empecé a caminar. El peso de mi mochila no fue un problema porque por 20 soles, un porteador se ofrecía a llevarla. Sin dudas, lo que más extrañé de mi país fue la comida.
La segunda noche, mientras esperábamos la cena en el campamento, vi que el cocinero perseguía a un gato. ¡No!, prefiero ni ver lo que como. Y así fue, la falta de luz fue una aliada para esos momentos y siempre quedará la duda de si lo que vi es lo que comí o fue pura ilusión.
La llegada a las ruinas, podría decir, fue un placer. Ahora, si me preguntan qué aprendí de los canales de riego, la producción inca o el descubrimiento de ese tesoro arquitectónico que estaba a mis pies, no recuerdo nada, paso, como dirían en el programa Feliz Domingo.
Me quedé maravillada con el paisaje intentando guardar en mi mente lo que veía a cada instante. Es el día de hoy que cierro los ojos y en el archivo de mis recuerdos vuelven a aparecer, junto al momento en que llamé a mi mamá para decirle: ¡Llegué, estoy acá arriba!

Rito cordobés: el Oktoberfest



Por Anabela Losada

Octubre de 2009. El esperado viaje a Córdoba se convertía en una bella realidad. Doce horas nos separaban de la pequeña, aunque acogedora, casa de doña Nelly.
El hogar, dulce hogar, nos brindaría estadía por el fin de semana largo que más anhela Villa General Belgrano. La cerveza, la fiesta y un recordado partido de fútbol se vislumbraban en el horizonte paradisíaco de una de las ciudades más hermosas de la provincia.
Pero hoy lo recuerdo con una sonrisa en mi rostro. Las cosas no comenzaron de la mejor manera: nuestro auto (tres hombres y yo, la única mujer) y el que nos acompañaba (cuatro varones más) fueron sometidos a un control de tránsito.
Los papeles y demás requisitos respetaban lo solicitado. Pero los cinturones de los que viajábamos atrás estaban de adorno y una jugosa multa se convertía en la primera anécdota del fin de semana.
Minutos después, una de las villas cordobesas más famosas nos recibía con los brazos abiertos. Era mediodía de sábado y el sol ya se había instalado en cada uno de los rincones de la ciudad.
El almuerzo con las sierras acompañando a la distancia eran la mejor excusa para disfrutar de la primera cerveza. Quien dice una, dice dos. Y, generalmente, no hay dos sin tres.
La cuenta finalmente fue saldada y el recorrido por las calles céntricas nos confirmaba el clima festivo y familiar. Gorros, música alemana, disfraces y vasos de cerámica colgados de cada uno de los visitantes eran complementos de la gran ceremonia.
Sin embargo, aquel sábado de octubre no era un día más para los argentinos que poblaron la Villa. El seleccionado nacional de fútbol se jugaba una carta importante para definir su participación en el Mundial de Sudáfrica y la expectativa, cerveza y fernet en mano, crecía con el correr de los minutos.
Una siesta en la casa de Nelly nos preparó, física y mentalmente, para comenzar la previa. Los bares, dos horas antes del cotejo, estaban repletos. Menos uno, que fue testigo de la emoción que caracterizó aquel Argentina-Perú.
La antesala del partido fue larga, pero las bebidas y los cánticos de los presentes permitieron que también se convirtiera en inolvidable. El bar se pobló y el primer gol argentino lo inundó de festejos y pedidos. Pero una intensa lluvia cortó la señal satelital y la imagen confusa del televisor nos trajo el inesperado empate de Perú.
No se veía nada. Pero la alegría, sin importar el resultado adverso, continuó. Fue en ese momento cuando Martín Palermo empujó la pelota a la red y el grito de gol llegó como por arte de magia. Nadie dentro del bar lo había visto, pero bastó aquella ola de festejo abstracto para reconfirmar el jolgorio.
Las calles eran, una vez más, un paisaje difícil de olvidar. El parque, una entrada a la lúdica ”casa del terror” y varios bailes en la terraza de un improvisado boliche formarían parte, más tarde, de una historia tan particular como placentera.

En cada orilla del río



Por Aymara Fernández

Piso tierra oriental y ya me siento mejor. El olor a cuero usado no me llega hasta que alcanzo el mercado del puerto, en Montevideo. A mis acompañantes de este viaje se les escapan sus primeras palabras.
Ningún secreto: los otros pasajeros de este cruce son mis progenitores y sus primeras palabras ”Tú” y ”Ta”. Yo por vaga inercia, los imito. Ahora todo huele a aliento de cerveza rancia y ”medio y medio” (bebida típica y de receta secreta del puerto).
Paramos a comer un ”Chivito” (no el animal sino un sandwich de churrasco tomate, lechuga y huevo) en las cocinas de los restaurantes de ese gran galpón que alguna vez fue refugio de cuanta persona quisiera escapar de un destino condenado.
Ya llenos, caminamos hasta la galería de siempre. Señalamos los cuadros que cada año prometemos comprar y nos deleitamos con los nuevos. Entramos a un nuevo taller y su artista, hombre robusto de bigote finito y pincel en mano, nos recibe, manchado de azul y con una sonrisa amplia.
Escucho de lejos los tambores que me llaman y cuando me acerco, los músicos me saludan con un movimiento leve de cabeza para no perder la concentración. Creo ver a mis ancestros en cada esquina. Respiro aliviada porque acá nadie me pregunta cuántas sesiones de cama solar tomé o me compara con el color de una tostada quemada por la mañana. Volvemos a emprender viaje.
Pasamos por el Parque Rodó e incomprensiblemente mi papá pone un disco de los ‘90 que aúlla canciones de amor. Las calles de Montevideo me hacen pensar en una vieja Buenos Aires que nunca llegué a conocer. Uruguay tiene un ”no sé qué”. Es como si Uruguay se quedara en el tiempo.
No el Uruguay de edificios altos con paredes de vidrio para ver el mar/río y sus atardeceres, sino el Uruguay nativo, el Maldonado de mi infancia. El de calles intransitadas por argentinos y brasileños que irrumpen cada verano, el que tiene bares oscuros de mesas de pool comidas por el tiempo, el de ”El dorado” y las torta fritas y panchos de carritos plateados en las esquinas.
También el de las murgas barriales que se preparan en los descampados para febrero y el de los barrios de casas de un solo piso donde los chiquilines juegan al fútbol en la vereda hasta las 2 de mañana. En el que las motos y bicicletas gobiernan.
Ése es el Uruguay que no cambia, el nativo, el de todos los días, el que impresiona porque tiene las mismas pintadas políticas de blancos y colorados ocultos en nuevos nombres.
Ese imposible de explicar, pero ese ”no sé qué” es tan real como su olor, ese olor a viejo, usado, lavado con una suavizante fragancia ”Maldonado”. Es el olor a mi segunda tierra, a mis veranos infantes, a ese dolor de panza por reencuentros familiares y a saber que en Uruguay está una parte de mí que se reencuentra en cada viaje, uniendo las dos orillas y uniéndome a mí.

miércoles, 6 de abril de 2011

Cien por ciento argentinos


El reloj sonó a las 6 de la mañana de aquel esperado 28 de diciembre del año 2000. Dos horas más tarde, el micro que nos llevaría a Brasil partiría de la terminal de ómnibus de Retiro. Y así fue. A las 8, subimos todos los pasajeros que teníamos como destino la ciudad de Camboriú.
Para hacer que las 36 horas de viaje fuesen lo más entretenidas posibles, llevamos jueguitos de manos- hicimos al menos cien competencias de tetris- cartas para unos buenos trucos, dos libros de novelas y muchas golosinas. Además, armamos un pequeño botiquín de manos con analgésicos -por si algún dolor inoportuno se le ocurría invadir nuestras cabezas o alguna zona del cuerpo-; pastillas de carbón -para frenar al intestino si se le ocurría trabajar más rápido de lo habitual-, curitas y desinfectantes. Finalmente, llegamos al país vecino.
Mi marido y mi hijo no me dieron tiempo de guardar el equipaje, en el departamento que habíamos alquilado, y casi me obligaron a ir corriendo para la playa. No lo podíamos creer: estábamos pisando arena blanca y sumergidos en un mar cristalino, que nos permitía estar parados y mirarnos los pies.
Todo parecía marchar sobre ruedas, como lo habíamos imaginado. Pero llegó la hora de preparar la cena y con ella empezaron los problemas.
Después de bañarnos, nos pusimos indos y salimos a recorrer la ciudad para llenar la heladera con “provisiones”. Así, llegamos a un supermercado y lo primero que hicimos fue ir al sector de carnes. Y poco a poco, las sonrisas de nuestros rostros se empezaron a desdibujar, al saber que encontrar carne vacuna sería como ganarse la lotería. Enseguida pensamos: “bueno, comeremos más pollo y pescados con muchas ensaladas, ya que nos encantan todos los tipos de lechugas existentes”. Y cuando pensamos que habíamos encontrado una solución, para la quincena que habíamos planeado con tantos sueños, otra vez el bajón: encontrar lechuga era como hallar una aguja en un pajar. Después de caminar mucho, pudimos comprar un poco de lechuga francesa y carne para milanesa.
Volvimos al departamento y empezamos a cocinar salchichas con puré y ensalada, lo que había pedido nuestro hijo. Y al dar el primer bocado, todos nos miramos sorprendidos a la cara sin decir nada: el sabor del aceite y de las salchichas no eran iguales a los que estábamos acostumbrados a consumir en nuestra querida Argentina, a pesar de que habíamos comprado las marcas que consumimos siempre. Lo mismo sucedió cuando compramos los puchos, en los restaurantes y hasta cuando fuimos a comer a una famosa casa de comidas rápidas. Pero como no queríamos que nada empañase nuestras vacaciones, hicimos tripa corazón y tratamos de saborear el cebú como si fuese la carne más rica del planeta. Pero las diferentes playas que conocimos, los ricos platos dulces que compartimos y las excursiones que realizamos hicieron que nuestros días de descanso fueran casi como los habíamos planeado.
Apenas subimos al micro para regresar a Buenos Aires, lo primero que empezamos a organizar fue un sabroso asado con muchas ensaladas para compartir con nuestros familiares. Y así fue.  Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Somos muy carnívoros, somos cien por ciento argentinos.