miércoles, 20 de abril de 2011
Rito cordobés: el Oktoberfest
Por Anabela Losada
Octubre de 2009. El esperado viaje a Córdoba se convertía en una bella realidad. Doce horas nos separaban de la pequeña, aunque acogedora, casa de doña Nelly.
El hogar, dulce hogar, nos brindaría estadía por el fin de semana largo que más anhela Villa General Belgrano. La cerveza, la fiesta y un recordado partido de fútbol se vislumbraban en el horizonte paradisíaco de una de las ciudades más hermosas de la provincia.
Pero hoy lo recuerdo con una sonrisa en mi rostro. Las cosas no comenzaron de la mejor manera: nuestro auto (tres hombres y yo, la única mujer) y el que nos acompañaba (cuatro varones más) fueron sometidos a un control de tránsito.
Los papeles y demás requisitos respetaban lo solicitado. Pero los cinturones de los que viajábamos atrás estaban de adorno y una jugosa multa se convertía en la primera anécdota del fin de semana.
Minutos después, una de las villas cordobesas más famosas nos recibía con los brazos abiertos. Era mediodía de sábado y el sol ya se había instalado en cada uno de los rincones de la ciudad.
El almuerzo con las sierras acompañando a la distancia eran la mejor excusa para disfrutar de la primera cerveza. Quien dice una, dice dos. Y, generalmente, no hay dos sin tres.
La cuenta finalmente fue saldada y el recorrido por las calles céntricas nos confirmaba el clima festivo y familiar. Gorros, música alemana, disfraces y vasos de cerámica colgados de cada uno de los visitantes eran complementos de la gran ceremonia.
Sin embargo, aquel sábado de octubre no era un día más para los argentinos que poblaron la Villa. El seleccionado nacional de fútbol se jugaba una carta importante para definir su participación en el Mundial de Sudáfrica y la expectativa, cerveza y fernet en mano, crecía con el correr de los minutos.
Una siesta en la casa de Nelly nos preparó, física y mentalmente, para comenzar la previa. Los bares, dos horas antes del cotejo, estaban repletos. Menos uno, que fue testigo de la emoción que caracterizó aquel Argentina-Perú.
La antesala del partido fue larga, pero las bebidas y los cánticos de los presentes permitieron que también se convirtiera en inolvidable. El bar se pobló y el primer gol argentino lo inundó de festejos y pedidos. Pero una intensa lluvia cortó la señal satelital y la imagen confusa del televisor nos trajo el inesperado empate de Perú.
No se veía nada. Pero la alegría, sin importar el resultado adverso, continuó. Fue en ese momento cuando Martín Palermo empujó la pelota a la red y el grito de gol llegó como por arte de magia. Nadie dentro del bar lo había visto, pero bastó aquella ola de festejo abstracto para reconfirmar el jolgorio.
Las calles eran, una vez más, un paisaje difícil de olvidar. El parque, una entrada a la lúdica ”casa del terror” y varios bailes en la terraza de un improvisado boliche formarían parte, más tarde, de una historia tan particular como placentera.
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