Por Marina Sette
Todo nuestro Norte Argentino se caracteriza, para mí, por la sensación que genera de estar un poco más cerca de nuestras raíces. Por lo menos es lo que yo sentí la primera vez que fui.
Y si solo una provincia pudiera elegir, sería Jujuy. Y si solo un pueblo pudiera volver a visitar, sin duda alguna, sería Purmamarca. Purmamarca tiene algo especial.
Apenas llegué me pareció un clásico pueblo más de la provincia jujeña, con sus calles de tierra, sus pobladores amables, sus casitas bajas, las agotadoras subidas y bajadas, la tierra que vuela constante y el infaltable sol que forma ya parte del paisaje.
Pero no me hizo falta estar mucho tiempo para enamorarme del lugar. Es una combinación perfecta entre cerros, simpleza, y olor a comida regional.
Solo caminar las callecitas y llegar a la plaza central ya es suficiente. No falta la amabilidad, y sobran los pequeños negocios y puestos de morrales, sombreros, mantas, ¡colores por doquier!
Siempre hay algún lugareño cálido con ganas de saber de dónde venís y a dónde vas. Y en pleno enamoramiento, cuando empezaba a darme cuenta de que no iba a ser fácil olvidar a este pequeño pueblo, levanté la vista, y majestuoso, hermoso e imponente, descubrí el Cerro de los Siete Colores.
Pero el cerro no está solo, está rodeado de verde, de aire puro, de caminos que lo envuelven de mil maneras. Yo lo rodee fascinada, ”es tan lindo que parece una postal”, pensé.
Y ésa es una comparación muy injusta, porque no hay postal que pueda compararse con la sensación que genera estar ahí parada, tan chiquita, tan minúscula, entre tanta naturaleza.
Frenar, y sentarse ahí es… la paz. Me crucé con muchas personas que, aunque no conocía, me sonrieron y les devolví la sonrisa, porque todos sabíamos que nos estaba pasando lo mismo.
Que a pesar del cansancio y el sol que pareciera brillar más fuerte ahí que en cualquier lugar del mundo, es imposible no disfrutar de ese paisaje.
El pueblo, por la noche, es hermoso de otra manera, casi todo se apaga, quedan prendidos algunos faroles y algún comedor que cierra un poco más tarde. Sólo el viento se escucha, el viento y alguna guitarra.
Yo tuve la suerte de estar con personas que tuvieron la excelente idea de ir al cerro a medianoche. En el momento sonó dudosa la oferta, cuesta recorrerlo de día, no podía imaginarme lo que sería de noche.
Pero no sabía cuándo iba a poder volver, entonces acepté la oferta. ¡Y lo bien que hice! Subir al cerro de noche fue espectacular. Era tanto el silencio que hubiera podido hablar con el señor del almacén que estaba a kilómetros de distancia si me lo hubiera propuesto.
Pero la imagen no daba lugar al diálogo. De repente, estábamos todos en silencio espontáneamente, algo que creo que sólo el Cerro de los Siete Colores puede lograr.
Y me fui sin ganas de irme, pero convencida de que Purmamarca es el pueblo que combina los colores, los olores y los mejores pensamientos.
miércoles, 18 de mayo de 2011
miércoles, 11 de mayo de 2011
Tandil, mezcla de sensaciones
De apenas un vistazo, ese paisaje serrano puede parecer similar al de otros tantos. Pero el atractivo de Tandil se esconde más allá de las laderas y el aire limpio que escasea en la gran ciudad.
Basta con viajar 360 kilómetros para comprobarlo, y eso hicimos para llegar allí, donde hace no tanto –apenas 200 años–, esas pampas onduladas eran dominio de los puelches y yaguaretés.
Fue un viaje de descanso, de apenas algunos días, el que hicimos en pleno año laboral. Aunque eso no nos impidió encontrar la esencia que mantiene la ciudad en algunos pequeños retazos, como los muros de piedra construidos por los indios pampas en el siglo XVIII, que se visualizan a la par de los sellos característicos de toda urbe en crecimiento.
Por eso, Tandil ofrece un abanico de posibilidades para quienes buscan encontrarse con nuevas sensaciones no tan lejos de casa. El relax, la aventura, la mezcla de sabores y colores se transforman en una especie de imán para querer volver a visitar ese lugar que no sólo es la cuna de quesos y fiambres.
Claro que la visita al almacén tradicional ”La Época de los Quesos” es obligada, porque no se puede dejar de conocer esa fachada resistente construida en 1860 junto a sus deliciosos productos, cerveza de por medio, obvio.
Pero el bosque encantado, el casco histórico, el Cerro Leones, el Monte Calvario y la famosa Piedra Movediza son espacios más que atractivos para los que buscan adrenalina y/o tranquilidad.
Sí. Una, otra cosa. O las dos cosas juntas, alternadas. Una muestra: ¿cuántas veces hay que parar a descansar para subir los cientos de escalones de El Centinela o recorrer en un lento paseo la fisonomía de las calles que no hacen al trayecto algo singular?
Es un sube y baja constante. Hay que acostumbrarse. Los primeros días lo sentimos en el cansancio notorio de las piernas, aunque por suerte después uno empieza a aclimatarse.
Otra: ¿quién no se ha animado a hacer trekking para llegar a lo más alto posible o mirar con entusiasmo el aeroclub para dar una vuelta en parapente a más de 430 metros de altura?
Pocas cosas parecen más fascinantes que planear con una estructura ligera que se mantiene en el cielo sin motor. Pero por mala suerte no pudimos testearlo porque el viento y el clima no nos ayudaron ninguno de los días de estadía, más allá de que siempre estuvo despejado.
Sin dudas, Tandil promete la frescura de sus atardeceres para los que manejen una, otra u ambas opciones. Ahí radica su ilusión, a sólo tres horas del centro de Buenos Aires en esa ciudad que invita a unas mini vacaciones.
Las nuestras, aquel otoño de marzo fueron insuficientes. Tandil es un territorio inmenso que distingue en el centro de la llanura pampeana, como una de las serranías más antiguas del país, que no se agota en una escueta recorrida de fin de semana.
Bariloche, en la cima
Por Bárbara Juri
Nadie puede decir que cuatro horas de ascenso para llegar a la cima del Cerro Frey, en Bariloche, no es un desafío y una puesta a prueba del cuerpo y la mente.
Nadie puede negar que en el medio de la caminata bajo un sol radiante, escuchar el ruido del agua de un arroyo que parece acercarse, sea motivo de alegría infinita.
No, nadie. Estar rodeado de la naturaleza nos hace sentir despojados de toda preocupación. Tan alto, tan lejos, como si nada de lo cotidiano y lo urbano nos pudiera afectar.
De repente, el mundo es gigante y uno, bien chiquitito. No estoy sola, voy con dos amigas que se hacen las aventureras, pero tienen menos experiencia que yo, que ya de por sí, es poco.
Empezamos temprano, no sea cosa de perdernos y encima que se haga de noche. No lo voy a negar, hay paradas de sandwichitos, agua y caramelos, porque siempre hay caramelos entre los víveres de los mochileros.
Los caminos son angostos, a veces rodeados de vegetación y otras tantas, por precipicios. No sólo eso, hay que compartir los espacios con los caballos que suben y bajan víveres al refugio que hay en la cima.
Allí nos pensamos quedar toda la noche, porque la subida y la bajada en un mismo día no la haríamos de ninguna manera. El cartel de ”falta un kilómetro” fue una bendición, una inmensa alegría porque ya estábamos cansadas y casi ni hablábamos entre nosotras.
Lo que no esperábamos era que esas últimas diez cuadras iban a ser las peores de todas. Sin zapatillas adecuadas y con el poco equilibrio que me caracteriza, tuvimos que atravesar arroyos y grandes piedras.
También trepar algunos escalones y toparnos con advertencias como: ”Cuidado, roedores”. Increíble, pero real. Yo estaba más preocupada de que se me aparezca un jaguareté que un simpático ratón.
Luego de cuatro horas, divisamos el refugio que nos daría una ansiada cama y una rica cena para recomponer todas las calorías perdidas. Tuvimos un solo enemigo: los tábanos, unas enormes moscas que no tenían mejor lugar que zumbar en mis oídos y perseguirme por donde sea.
Mate va, mate viene, se fue la tarde. Entre los intentos de entablar charlas fluidas en inglés para conocer a nuestros compañeros de ese día, llegó la noche. Lo único que iluminaba el lugar era la luna llena, una inmensa luz que me cautivó durante horas.
Todos callados, mirando la luna y, por qué no, alguna que otra estrella fugaz. Al otro día, tras escalar un poco más y conocer la Laguna Schmoll, un espejo de agua en las alturas, emprendemos el regreso con la certidumbre de que la naturaleza nos tiene preparados paraísos de este tipo en varias partes del mundo.
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