miércoles, 11 de mayo de 2011

Bariloche, en la cima




Por Bárbara Juri

Nadie puede decir que cuatro horas de ascenso para llegar a la cima del Cerro Frey, en Bariloche, no es un desafío y una puesta a prueba del cuerpo y la mente.
Nadie puede negar que en el medio de la caminata bajo un sol radiante, escuchar el ruido del agua de un arroyo que parece acercarse, sea motivo de alegría infinita.
No, nadie. Estar rodeado de la naturaleza nos hace sentir despojados de toda preocupación. Tan alto, tan lejos, como si nada de lo cotidiano y lo urbano nos pudiera afectar.
De repente, el mundo es gigante y uno, bien chiquitito. No estoy sola, voy con dos amigas que se hacen las aventureras, pero tienen menos experiencia que yo, que ya de por sí, es poco.
Empezamos temprano, no sea cosa de perdernos y encima que se haga de noche. No lo voy a negar, hay paradas de sandwichitos, agua y caramelos, porque siempre hay caramelos entre los víveres de los mochileros.
Los caminos son angostos, a veces rodeados de vegetación y otras tantas, por precipicios. No sólo eso, hay que compartir los espacios con los caballos que suben y bajan víveres al refugio que hay en la cima.
Allí nos pensamos quedar toda la noche, porque la subida y la bajada en un mismo día no la haríamos de ninguna manera. El cartel de ”falta un kilómetro” fue una bendición, una inmensa alegría porque ya estábamos cansadas y casi ni hablábamos entre nosotras.
Lo que no esperábamos era que esas últimas diez cuadras iban a ser las peores de todas. Sin zapatillas adecuadas y con el poco equilibrio que me caracteriza, tuvimos que atravesar arroyos y grandes piedras.
También trepar algunos escalones y toparnos con advertencias como: ”Cuidado, roedores”. Increíble, pero real. Yo estaba más preocupada de que se me aparezca un jaguareté que un simpático ratón.
Luego de cuatro horas, divisamos el refugio que nos daría una ansiada cama y una rica cena para recomponer todas las calorías perdidas. Tuvimos un solo enemigo: los tábanos, unas enormes moscas que no tenían mejor lugar que zumbar en mis oídos y perseguirme por donde sea.
Mate va, mate viene, se fue la tarde. Entre los intentos de entablar charlas fluidas en inglés para conocer a nuestros compañeros de ese día, llegó la noche. Lo único que iluminaba el lugar era la luna llena, una inmensa luz que me cautivó durante horas.
Todos callados, mirando la luna y, por qué no, alguna que otra estrella fugaz. Al otro día, tras escalar un poco más y conocer la Laguna Schmoll, un espejo de agua en las alturas, emprendemos el regreso con la certidumbre de que la naturaleza nos tiene preparados paraísos de este tipo en varias partes del mundo.

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