miércoles, 15 de junio de 2011

Hasta el próximo carnaval

Por Aymara Fernández


”Es que somos tan pobres” digo haciendo énfasis en la ”a” de tan y alargando la ”o” de pobres. En mi mano solo restan diez centavos de real que no alcanzan ni para pagar el baño público.Las mochilas pesan más por la mugre y quedan pocas horas deviaje.
Miro hacia abajo y veo las curitas obtenidas como trofeos de selva, las picaduras de mosquitos y unas ojotas estiradas que se salen cada dos pasos y medio. De fondo, el principio del carnaval. Llueve finito sobre la ciudad y los tambores laten en la sangre.
No alcanza el cansancio para que los pies no se muevan aunque sea un poquito. El peso de la mochila no nos deja trasladarnos, pero de lejos las negras con plataforma y los hombres con cervezas en la mano ríen, lloran borracheras viejas y bailan, danzan, bailan, susurran, bailan, besan, bailan, sexualizan el ambiente,  bailan, se esconden tras los faroles que nada los tapa, bailan, se unen en una sola persona, bailan.
Con la razón de días encima, las sonrisas no se parecen a aquellas, pero no dejan de aparecer. Es el final de un viaje exitoso, con tardes de mate y cartas, con cuadernos a medio llenar y libros compartidos, mezclados, traspasados, leídos en voz alta y vueltos a compartir. El regreso se extiende.
Faltan horas, combinaciones, pase de facturas y acreditaciones por hacer. Policías aduaneros que no nos dejarán salir, lamentos, sollozos, mentiras piadosas. Todo eso y todavía la gente baila, cada vez más, baila, mezcla su sangre, baila.
”¿Sabías que el carnaval es el período de mayor fecundación en Brasil? Se cuidan poco y después no hay quien le cambie los pañales a las crías”, me pregunta y se responde la señora del baño de la estación de micros que se apiadó de las seis y nos dejó pasar por los 10 centavos.
Mientras nos cuida las mochilas corremos hacia el carnaval. Una mentira piadosa y 20 reales escondidos nos habilitan a tres platos de feijoada y una gaseosa de dos litros. Entre la música comemos, bailamos, sonreímos, bailamos.
En ese país vecino pero con costumbres tan ajenas y una rivalidad estúpida que nosotras convertimos en fanatismo. ”Tendríamos que haber nacido acá” dice una mientras que las otras comemos, bailamos y asentimos.
A la vuelta volvemos a amar nuestro país, pero en ese momento, en ese lugar donde la alegría es tan simple y las ojotas duran todo el año, no podemos negar las ganas de quedarnos, hasta que el tiempo se convierta en eternidad.
”Para mi que acá la alegría es genética”, comenta otra de mis amigas y a su lado, riéndose antes de hacer el chiste, le responden: ”Si, como los cuerpos, seguro que algo le ponen al agua”. El viaje termina entre carcajadas.
En el micro la música es compartida, Caetano, María Bethania y Gilberto Gil nos recuerdan los comienzos de nuestras vacaciones. Nos quedan 48 horas de viaje, tiempo    suficiente para despedirnos, y para saber que siempre se puede volver.

Tropea, un paraíso espiritual



Por Martín Spagnuolo

En un mundo tan golpeado por la acción del hombre, aún existen, paradójicamente, paraísos naturales.
Esas dos palabras son las que mejor definen a esta pequeña localidad italiana que se ubica al sur del país, en Calabria, sobre las costas del Mar Mediterráneo, y que lleva el nombre de Tropea.
Entre inmensos acantilados y costas de agua transparente, se respira un aire cálido que hace pensar que estamos en el Caribe aunque, en realidad, estemos en Europa, en paralelo a Miami.
Las playas son angostas y están cubiertas de una capa fina de piedras que se entremezclan con las arenas más delicada que hayan pisado en mi vida.
No existe la Costanera, sino que, cual Mar del Plata, acantilados interminables caen en forma perpendicular sobre la playa y sirven de sombra para una zona que suele tener altas temperaturas todo el año.
En pleno otoño pueden registrarse térmicas de más de 25 grados. El atractivo principal son las playas, que muestran sutilezas hasta en la no presencia de olas sobre el mar.
Por el contrario, la calma es constante y, cada tanto, suele romper una pequeña ola que llega sin fuerza a la orilla. Esta paz en el agua, sumada al clima tropical, contribuyen para que la presencia de peces de todos los colores sea algo común, a unos metros de la orilla.
La comuna es prácticamente territorio de turistas ya que solo cuenta con algo más de 6 mil habitantes estables, mientras que llegan alrededor de 50 mil visitantes por año, cautivados por la tranquilidad que se respira en las playas.
Sin embargo, pese a la finura de sus playas y la enormidad de los acantilados, Tropea también tiene otros atractivos interesantes: las iglesias.
Con un óptimo nivel artístico, todas las iglesias son dignas de ver y fotografiar. No sólo se encuentran en el casco antiguo, sino que también las hay en la parte moderna de la ciudad.
Aunque, sin lugar a dudas, una de ellas, se lleva todos los premios por el ingenio y la lucidez con que fue pensada y construida.
Casi como si se tratara de una historia de fantasía sobre un pueblo perdido en el tiempo o aislado de otras civilizaciones, a unos metros de la costa, dentro del mar, un pequeño y aislado acantilado (a comparación de los demás) es el hogar de la Iglesia de la Isla de Santa Maria, uno de los principales atractivos turísticos.
Detrás de la iglesia hay un jardín muy cuidado con caminos que conducen a unas terrazas puestas sobre el mar.
En el interior de la Ciudad, las calles son angostas y, entre fachadas antiguas hechas de paredes de piedra, conservan el estilo típico de alguna época lejana en el tiempo.
Muchas de las casas se ubican sobre los acantilados, pegados al vació, con ventanas hacia el mar que brindan una vista notable. Un paraíso caribeño en plena Europa que hace de Tropea una zona privilegiada que, pese a la construcción sobre los acantilados y las estructuras que se han montado a lo largo del tiempo (por caso, una iglesia sobre una isla de piedras), no perdió su naturaleza y combina casi a la perfección la espiritualidad del ambiente con la tranquilidad de las playas.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Miradas: Purmamarca, una combinación perfecta

Por Marina Sette



Todo nuestro Norte Argentino se caracteriza, para mí, por la sensación que genera de estar un poco más cerca de nuestras raíces. Por lo menos es lo que yo sentí la primera vez que fui.
Y si solo una provincia pudiera elegir, sería Jujuy. Y si solo un pueblo pudiera volver a visitar, sin duda alguna, sería Purmamarca. Purmamarca tiene algo especial.
Apenas llegué me pareció un clásico pueblo más de la provincia jujeña, con sus calles de tierra, sus pobladores amables, sus casitas bajas, las agotadoras subidas y bajadas, la tierra que vuela constante y el infaltable sol que forma ya parte del paisaje.
Pero no me hizo falta estar mucho tiempo para enamorarme del lugar. Es una combinación perfecta entre cerros, simpleza, y olor a comida regional.
Solo caminar las callecitas y llegar a la plaza central ya es suficiente. No falta la amabilidad, y sobran los pequeños negocios y puestos de morrales, sombreros, mantas, ¡colores por doquier!
Siempre hay algún lugareño cálido con ganas de saber de dónde venís y a dónde vas. Y en pleno enamoramiento, cuando empezaba a darme cuenta de que no iba a ser fácil olvidar a este pequeño pueblo, levanté la vista, y majestuoso, hermoso e imponente, descubrí el Cerro de los Siete Colores.
Pero el cerro no está solo, está rodeado de verde, de aire puro, de caminos que lo envuelven de mil maneras. Yo lo rodee fascinada, ”es tan lindo que parece una postal”, pensé.
Y ésa es una comparación muy injusta, porque no hay postal que pueda compararse con la sensación que genera estar ahí parada, tan chiquita, tan minúscula, entre tanta naturaleza.
Frenar, y sentarse ahí es… la paz. Me crucé con muchas personas que, aunque no conocía, me sonrieron y les devolví la sonrisa, porque todos sabíamos que nos estaba pasando lo mismo.
Que a pesar del cansancio y el sol que pareciera brillar más fuerte ahí que en cualquier lugar del mundo, es imposible no disfrutar de ese paisaje.
El pueblo, por la noche, es hermoso de otra manera, casi todo se apaga, quedan prendidos algunos faroles y algún comedor que cierra un poco más tarde. Sólo el viento se escucha, el viento y alguna guitarra.
Yo tuve la suerte de estar con personas que tuvieron la excelente idea de ir al cerro a medianoche. En el momento sonó dudosa la oferta, cuesta recorrerlo de día, no podía imaginarme lo que sería de noche.
Pero no sabía cuándo iba a poder volver, entonces acepté la oferta. ¡Y lo bien que hice! Subir al cerro de noche fue espectacular. Era tanto el silencio que hubiera podido hablar con el señor del almacén que estaba a kilómetros de distancia si me lo hubiera propuesto.
Pero la imagen no daba lugar al diálogo. De repente, estábamos todos en silencio espontáneamente, algo que creo que sólo el Cerro de los Siete Colores puede lograr.
Y me fui sin ganas de irme, pero convencida de que Purmamarca es el pueblo que combina los colores, los olores y los mejores pensamientos.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Tandil, mezcla de sensaciones



Por Nicolás Sagaian

De apenas un vistazo, ese paisaje serrano puede parecer similar al de otros tantos. Pero el atractivo de Tandil se esconde más allá de las laderas y el aire limpio que escasea en la gran ciudad.
Basta con viajar 360 kilómetros para comprobarlo, y eso hicimos para llegar allí, donde hace no tanto –apenas 200 años–, esas pampas onduladas eran dominio de los puelches y yaguaretés.
Fue un viaje de descanso, de apenas algunos días, el que hicimos en pleno año laboral. Aunque eso no nos impidió encontrar la esencia que mantiene la ciudad en algunos pequeños retazos, como los muros de piedra construidos por los indios pampas en el siglo XVIII, que se visualizan a la par de los sellos característicos de toda urbe en crecimiento.
Por eso, Tandil ofrece un abanico de posibilidades para quienes buscan encontrarse con nuevas sensaciones no tan lejos de casa. El relax, la aventura, la mezcla de sabores y colores se transforman en una especie de imán para querer volver a visitar ese lugar que no sólo es la cuna de quesos y fiambres.
Claro que la visita al almacén tradicional ”La Época de los Quesos” es obligada, porque no se puede dejar de conocer esa fachada resistente construida en 1860 junto a sus deliciosos productos, cerveza de por medio, obvio.
Pero el bosque encantado, el casco histórico, el Cerro Leones, el Monte Calvario y la famosa Piedra Movediza son espacios más que atractivos para los que buscan adrenalina y/o tranquilidad.
Sí. Una, otra cosa. O las dos cosas juntas, alternadas. Una muestra: ¿cuántas veces hay que parar a descansar para subir los cientos de escalones de El Centinela o recorrer en un lento paseo la fisonomía de las calles que no hacen al trayecto algo singular?
Es un sube y baja constante. Hay que acostumbrarse. Los primeros días lo sentimos en el cansancio notorio de las piernas, aunque por suerte después uno empieza a aclimatarse.
Otra: ¿quién no se ha animado a hacer trekking para llegar a lo más alto posible o mirar con entusiasmo el aeroclub para dar una vuelta en parapente a más de 430 metros de altura?
Pocas cosas parecen más fascinantes que planear con una estructura ligera que se mantiene en el cielo sin motor. Pero por mala suerte no pudimos testearlo porque el viento y el clima no nos ayudaron ninguno de los días de estadía, más allá de que siempre estuvo despejado.
Sin dudas, Tandil promete la frescura de sus atardeceres para los que manejen una, otra u ambas opciones. Ahí radica su ilusión, a sólo tres horas del centro de Buenos Aires en esa ciudad que invita a unas mini vacaciones.
Las nuestras, aquel otoño de marzo fueron insuficientes. Tandil es un territorio inmenso que distingue en el centro de la llanura pampeana, como una de las serranías más antiguas del país, que no se agota en una escueta recorrida de fin de semana.

Bariloche, en la cima




Por Bárbara Juri

Nadie puede decir que cuatro horas de ascenso para llegar a la cima del Cerro Frey, en Bariloche, no es un desafío y una puesta a prueba del cuerpo y la mente.
Nadie puede negar que en el medio de la caminata bajo un sol radiante, escuchar el ruido del agua de un arroyo que parece acercarse, sea motivo de alegría infinita.
No, nadie. Estar rodeado de la naturaleza nos hace sentir despojados de toda preocupación. Tan alto, tan lejos, como si nada de lo cotidiano y lo urbano nos pudiera afectar.
De repente, el mundo es gigante y uno, bien chiquitito. No estoy sola, voy con dos amigas que se hacen las aventureras, pero tienen menos experiencia que yo, que ya de por sí, es poco.
Empezamos temprano, no sea cosa de perdernos y encima que se haga de noche. No lo voy a negar, hay paradas de sandwichitos, agua y caramelos, porque siempre hay caramelos entre los víveres de los mochileros.
Los caminos son angostos, a veces rodeados de vegetación y otras tantas, por precipicios. No sólo eso, hay que compartir los espacios con los caballos que suben y bajan víveres al refugio que hay en la cima.
Allí nos pensamos quedar toda la noche, porque la subida y la bajada en un mismo día no la haríamos de ninguna manera. El cartel de ”falta un kilómetro” fue una bendición, una inmensa alegría porque ya estábamos cansadas y casi ni hablábamos entre nosotras.
Lo que no esperábamos era que esas últimas diez cuadras iban a ser las peores de todas. Sin zapatillas adecuadas y con el poco equilibrio que me caracteriza, tuvimos que atravesar arroyos y grandes piedras.
También trepar algunos escalones y toparnos con advertencias como: ”Cuidado, roedores”. Increíble, pero real. Yo estaba más preocupada de que se me aparezca un jaguareté que un simpático ratón.
Luego de cuatro horas, divisamos el refugio que nos daría una ansiada cama y una rica cena para recomponer todas las calorías perdidas. Tuvimos un solo enemigo: los tábanos, unas enormes moscas que no tenían mejor lugar que zumbar en mis oídos y perseguirme por donde sea.
Mate va, mate viene, se fue la tarde. Entre los intentos de entablar charlas fluidas en inglés para conocer a nuestros compañeros de ese día, llegó la noche. Lo único que iluminaba el lugar era la luna llena, una inmensa luz que me cautivó durante horas.
Todos callados, mirando la luna y, por qué no, alguna que otra estrella fugaz. Al otro día, tras escalar un poco más y conocer la Laguna Schmoll, un espejo de agua en las alturas, emprendemos el regreso con la certidumbre de que la naturaleza nos tiene preparados paraísos de este tipo en varias partes del mundo.

jueves, 28 de abril de 2011

La Villa que lo tiene todo

Por Silvina Constenla

Siempre quise conocer y recorrer alguna provincia de mi país, y por diversos motivos me llamaba la atención Córdoba. Es sabido que su gente es muy alegre y sólo por su tonada al hablar, los hacen simpáticos y con muy buena onda, además del ritmo cuartetero que llevan en la sangre.
Es una música que al escuchar nadie se puede negar a bailar, aunque más no sea unos pasitos. No sé si algunos de esos motivos tenían que ver con mi inquietud, pero hoy puedo decir que no me equivoqué en ese aspecto.
Mi destino en aquel entonces fue Villa Carlos Paz, una ciudad que desde hace unos años se ha convertido en la segunda parada turística más importante de verano. El hotel donde paramos y las primeras imágenes que vi del lugar, me hicieron sentir una gran sensación de tranquilidad.
Las inmensas sierras que rodean el lugar y el hermoso Lago San Roque son para los turistas los atractivos emblemáticos para llevar de recuerdo cualquier fotografía.
Como la Villa está ubicada en una excelente posición geográfica que favorece la comunicación entre las provincias circundantes, lo primero que hice fue anotarme en las excursiones para visitar el circuito conocido como Valle de Punilla.
Entonces, conocí Cosquín y su famoso estadio de conciertos folklóricos, La Falda, Villa Giardino, Capilla del Monte, donde se encuentra el Cerro Uritorco. Allí venden piedras energéticas y no pude resistir la tentación de llevarme unas cuantas de recuerdo. Los cuentos respecto a historias referidas a extraterrestres no faltan en ese lugar.
Tanto como eso no pude comprobar, pero es una opción para los creyentes de seres de otro planeta. En la noche de Carlos Paz hay para todos los gustos y edades y la bebida que más abunda es la cerveza.
La peatonal es extensa y los artistas callejeros que se encuentran en cada esquina son un buen contraste para el lugar. El casino y el bingo fueron una parada a la que no me pude resistir, aunque no soy de las mejores jugadoras pero debo reconocer que allí despertó mi lado lúdico.
Lo más simpático fue compartir la mesa del bingo con una señora que jugaba agarrada a una piedra de esas energizantes o en su caso, supongo que de la buena suerte. Ella no la soltaba y anotaba los números que iban saliendo como si algo del más allá la estuviera apuntalando.
El día en la Villa es importante porque existen numerosos balnearios. Siempre hay que salir con el traje de baño debajo de la ropa porque en cualquier parada uno se puede topar con un lago.
También los días de lluvias se pueden recorrer los museos y los acuarios a precios accesibles y lo que no se puede dejar de probar es el famoso chivito, una de las comidas emblemáticas de Córdoba.
Otro de los lugares para visitar es el famoso reloj Cu-Cú, en el cual vi a muchas personas, incluida yo, que se quedan expectantes para lograr fotografiar el momento preciso en el que el famoso pajarito sale del simbólico monumento cada, exactamente, media hora. Por suerte, logré captar el momento preciado para poder decir: ”Estuve en Villa Carlos Paz”.

miércoles, 20 de abril de 2011

Rumbo a Machu Picchu, donde se hace camino al andar


Por Bárbara Juri


La ansiedad y los nervios de la noche anterior no me dejaron dormir. La frase ”¿quién me mandó a hacer esto?”, se repetía en mi cabeza hasta cansarme. Es que El Camino del Inca, la caminata de cuatro días para llegar a las ruinas de Machu Picchu, se había convertido en un verdadero desafío para mí, allá por enero del 2009.
El micro que nos pasó a buscar a mis dos amigas y a mí para llevarnos hasta el punto de salida de la travesía llegó una hora más tarde. Listo, nos hicieron la cama, la empresa que contratamos es un fantasma, me dije. Pero finalmente llegó, y el guía reconoció: ”Tardamos porque la mayoría de los turistas son argentinos y son muy impuntuales, no estaban listos en sus hoteles”.
Por dentro, me alivié al saber que había compatriotas en la excursión y más aún cuando subí y Luis, un fotógrafo que guardó en imágenes los mejores recuerdos del viaje, dijo: ”Yo me quedo a mitad de camino”. ¡Sí!, siempre hay alguien más pesimista que uno.
Así fue como empezó la travesía. Después de un plato de fideos y la compra de un bastón –que sería una fiel compañía– empecé a caminar. El peso de mi mochila no fue un problema porque por 20 soles, un porteador se ofrecía a llevarla. Sin dudas, lo que más extrañé de mi país fue la comida.
La segunda noche, mientras esperábamos la cena en el campamento, vi que el cocinero perseguía a un gato. ¡No!, prefiero ni ver lo que como. Y así fue, la falta de luz fue una aliada para esos momentos y siempre quedará la duda de si lo que vi es lo que comí o fue pura ilusión.
La llegada a las ruinas, podría decir, fue un placer. Ahora, si me preguntan qué aprendí de los canales de riego, la producción inca o el descubrimiento de ese tesoro arquitectónico que estaba a mis pies, no recuerdo nada, paso, como dirían en el programa Feliz Domingo.
Me quedé maravillada con el paisaje intentando guardar en mi mente lo que veía a cada instante. Es el día de hoy que cierro los ojos y en el archivo de mis recuerdos vuelven a aparecer, junto al momento en que llamé a mi mamá para decirle: ¡Llegué, estoy acá arriba!

Rito cordobés: el Oktoberfest



Por Anabela Losada

Octubre de 2009. El esperado viaje a Córdoba se convertía en una bella realidad. Doce horas nos separaban de la pequeña, aunque acogedora, casa de doña Nelly.
El hogar, dulce hogar, nos brindaría estadía por el fin de semana largo que más anhela Villa General Belgrano. La cerveza, la fiesta y un recordado partido de fútbol se vislumbraban en el horizonte paradisíaco de una de las ciudades más hermosas de la provincia.
Pero hoy lo recuerdo con una sonrisa en mi rostro. Las cosas no comenzaron de la mejor manera: nuestro auto (tres hombres y yo, la única mujer) y el que nos acompañaba (cuatro varones más) fueron sometidos a un control de tránsito.
Los papeles y demás requisitos respetaban lo solicitado. Pero los cinturones de los que viajábamos atrás estaban de adorno y una jugosa multa se convertía en la primera anécdota del fin de semana.
Minutos después, una de las villas cordobesas más famosas nos recibía con los brazos abiertos. Era mediodía de sábado y el sol ya se había instalado en cada uno de los rincones de la ciudad.
El almuerzo con las sierras acompañando a la distancia eran la mejor excusa para disfrutar de la primera cerveza. Quien dice una, dice dos. Y, generalmente, no hay dos sin tres.
La cuenta finalmente fue saldada y el recorrido por las calles céntricas nos confirmaba el clima festivo y familiar. Gorros, música alemana, disfraces y vasos de cerámica colgados de cada uno de los visitantes eran complementos de la gran ceremonia.
Sin embargo, aquel sábado de octubre no era un día más para los argentinos que poblaron la Villa. El seleccionado nacional de fútbol se jugaba una carta importante para definir su participación en el Mundial de Sudáfrica y la expectativa, cerveza y fernet en mano, crecía con el correr de los minutos.
Una siesta en la casa de Nelly nos preparó, física y mentalmente, para comenzar la previa. Los bares, dos horas antes del cotejo, estaban repletos. Menos uno, que fue testigo de la emoción que caracterizó aquel Argentina-Perú.
La antesala del partido fue larga, pero las bebidas y los cánticos de los presentes permitieron que también se convirtiera en inolvidable. El bar se pobló y el primer gol argentino lo inundó de festejos y pedidos. Pero una intensa lluvia cortó la señal satelital y la imagen confusa del televisor nos trajo el inesperado empate de Perú.
No se veía nada. Pero la alegría, sin importar el resultado adverso, continuó. Fue en ese momento cuando Martín Palermo empujó la pelota a la red y el grito de gol llegó como por arte de magia. Nadie dentro del bar lo había visto, pero bastó aquella ola de festejo abstracto para reconfirmar el jolgorio.
Las calles eran, una vez más, un paisaje difícil de olvidar. El parque, una entrada a la lúdica ”casa del terror” y varios bailes en la terraza de un improvisado boliche formarían parte, más tarde, de una historia tan particular como placentera.

En cada orilla del río



Por Aymara Fernández

Piso tierra oriental y ya me siento mejor. El olor a cuero usado no me llega hasta que alcanzo el mercado del puerto, en Montevideo. A mis acompañantes de este viaje se les escapan sus primeras palabras.
Ningún secreto: los otros pasajeros de este cruce son mis progenitores y sus primeras palabras ”Tú” y ”Ta”. Yo por vaga inercia, los imito. Ahora todo huele a aliento de cerveza rancia y ”medio y medio” (bebida típica y de receta secreta del puerto).
Paramos a comer un ”Chivito” (no el animal sino un sandwich de churrasco tomate, lechuga y huevo) en las cocinas de los restaurantes de ese gran galpón que alguna vez fue refugio de cuanta persona quisiera escapar de un destino condenado.
Ya llenos, caminamos hasta la galería de siempre. Señalamos los cuadros que cada año prometemos comprar y nos deleitamos con los nuevos. Entramos a un nuevo taller y su artista, hombre robusto de bigote finito y pincel en mano, nos recibe, manchado de azul y con una sonrisa amplia.
Escucho de lejos los tambores que me llaman y cuando me acerco, los músicos me saludan con un movimiento leve de cabeza para no perder la concentración. Creo ver a mis ancestros en cada esquina. Respiro aliviada porque acá nadie me pregunta cuántas sesiones de cama solar tomé o me compara con el color de una tostada quemada por la mañana. Volvemos a emprender viaje.
Pasamos por el Parque Rodó e incomprensiblemente mi papá pone un disco de los ‘90 que aúlla canciones de amor. Las calles de Montevideo me hacen pensar en una vieja Buenos Aires que nunca llegué a conocer. Uruguay tiene un ”no sé qué”. Es como si Uruguay se quedara en el tiempo.
No el Uruguay de edificios altos con paredes de vidrio para ver el mar/río y sus atardeceres, sino el Uruguay nativo, el Maldonado de mi infancia. El de calles intransitadas por argentinos y brasileños que irrumpen cada verano, el que tiene bares oscuros de mesas de pool comidas por el tiempo, el de ”El dorado” y las torta fritas y panchos de carritos plateados en las esquinas.
También el de las murgas barriales que se preparan en los descampados para febrero y el de los barrios de casas de un solo piso donde los chiquilines juegan al fútbol en la vereda hasta las 2 de mañana. En el que las motos y bicicletas gobiernan.
Ése es el Uruguay que no cambia, el nativo, el de todos los días, el que impresiona porque tiene las mismas pintadas políticas de blancos y colorados ocultos en nuevos nombres.
Ese imposible de explicar, pero ese ”no sé qué” es tan real como su olor, ese olor a viejo, usado, lavado con una suavizante fragancia ”Maldonado”. Es el olor a mi segunda tierra, a mis veranos infantes, a ese dolor de panza por reencuentros familiares y a saber que en Uruguay está una parte de mí que se reencuentra en cada viaje, uniendo las dos orillas y uniéndome a mí.

miércoles, 6 de abril de 2011

Cien por ciento argentinos


El reloj sonó a las 6 de la mañana de aquel esperado 28 de diciembre del año 2000. Dos horas más tarde, el micro que nos llevaría a Brasil partiría de la terminal de ómnibus de Retiro. Y así fue. A las 8, subimos todos los pasajeros que teníamos como destino la ciudad de Camboriú.
Para hacer que las 36 horas de viaje fuesen lo más entretenidas posibles, llevamos jueguitos de manos- hicimos al menos cien competencias de tetris- cartas para unos buenos trucos, dos libros de novelas y muchas golosinas. Además, armamos un pequeño botiquín de manos con analgésicos -por si algún dolor inoportuno se le ocurría invadir nuestras cabezas o alguna zona del cuerpo-; pastillas de carbón -para frenar al intestino si se le ocurría trabajar más rápido de lo habitual-, curitas y desinfectantes. Finalmente, llegamos al país vecino.
Mi marido y mi hijo no me dieron tiempo de guardar el equipaje, en el departamento que habíamos alquilado, y casi me obligaron a ir corriendo para la playa. No lo podíamos creer: estábamos pisando arena blanca y sumergidos en un mar cristalino, que nos permitía estar parados y mirarnos los pies.
Todo parecía marchar sobre ruedas, como lo habíamos imaginado. Pero llegó la hora de preparar la cena y con ella empezaron los problemas.
Después de bañarnos, nos pusimos indos y salimos a recorrer la ciudad para llenar la heladera con “provisiones”. Así, llegamos a un supermercado y lo primero que hicimos fue ir al sector de carnes. Y poco a poco, las sonrisas de nuestros rostros se empezaron a desdibujar, al saber que encontrar carne vacuna sería como ganarse la lotería. Enseguida pensamos: “bueno, comeremos más pollo y pescados con muchas ensaladas, ya que nos encantan todos los tipos de lechugas existentes”. Y cuando pensamos que habíamos encontrado una solución, para la quincena que habíamos planeado con tantos sueños, otra vez el bajón: encontrar lechuga era como hallar una aguja en un pajar. Después de caminar mucho, pudimos comprar un poco de lechuga francesa y carne para milanesa.
Volvimos al departamento y empezamos a cocinar salchichas con puré y ensalada, lo que había pedido nuestro hijo. Y al dar el primer bocado, todos nos miramos sorprendidos a la cara sin decir nada: el sabor del aceite y de las salchichas no eran iguales a los que estábamos acostumbrados a consumir en nuestra querida Argentina, a pesar de que habíamos comprado las marcas que consumimos siempre. Lo mismo sucedió cuando compramos los puchos, en los restaurantes y hasta cuando fuimos a comer a una famosa casa de comidas rápidas. Pero como no queríamos que nada empañase nuestras vacaciones, hicimos tripa corazón y tratamos de saborear el cebú como si fuese la carne más rica del planeta. Pero las diferentes playas que conocimos, los ricos platos dulces que compartimos y las excursiones que realizamos hicieron que nuestros días de descanso fueran casi como los habíamos planeado.
Apenas subimos al micro para regresar a Buenos Aires, lo primero que empezamos a organizar fue un sabroso asado con muchas ensaladas para compartir con nuestros familiares. Y así fue.  Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Somos muy carnívoros, somos cien por ciento argentinos.  

viernes, 25 de marzo de 2011

CARAMELOS PARA UN VIAJE

   Buenos Aires. Año 2005. Comencemos con la crónica del viaje de una adolescente semi adulta de 20 años que buscaba certezas en un recorrido de 10 días en los pagos del viejo continente, específicamente Londres y Edimburgo. Año difícil para viajar. Nuevamente el país anglosajón desataba el pánico mundial al descubrirse en una valija  una especie de explosivo disfrazado como dentrífico. Las nuevas pautas para viajar establecían llevar un bolso de mano de un determinado tamaño que, aunque no se daban a conocer sus medidas, una caja de madera que medía el equipaje en el aeroppuerto determinada si se viajaba o no. Nada de botellas con líquidos y ni pensar en una pasta dental, así que prohibido lavarse los dientes en un viaje de 12 horas.
   Un viaje largo, movido, con rumores acerca de misteriosas desapariciones de valijas pero que llegó a destino. La muchacha estaba feliz, tenía sus pertenecias y obviamente, ya podía lavarse los dientes. Un cartel con su nombre marcaba la ruta de su camino. Un señor, que sería su guía, la esperaba con un fuerte apretón de manos, ya que su acostumbrado saludo con un beso en el cachete es poco conocido en tierras inglesas.
   La noche en Londres fue algo complicada para su gusto, cierta ley determinaba que a las 23 la mayor parte de los bares y restaurantes cierren. En cambio su circuito turístico diurno fue sumamente exitoso. Enumeremos algunos referentes: Palacio de Buckingham, Parlamento, Big Ben y todos los museos. Una recomendación es el Museo Británico donde permanecen gran parte de las reliquias de la humanidad, como el Partenón con una dedicatoria que aclara como el gobierno inglés ha ayudado a ¿salvar? estos tesoros de la piratería. Continuemos con la feria de Notting Hill, plagada de gente pero con productos variados y a módicos precios. No olvidemos Edimburgo con un Parlamento algo desentonado con su estructura sumamente modernosa en una cuidad medieval en sus formas, la sepultura del economista Adam Smith y aún más importante, no rige en esta ciudad aquella ley que censura las noches,  así que... ¡Libertad!
Pero todo viaje termina, facultad, trabajo, leyes de residencia imponían un retorno. Ya tenía aprendida la rutina: nada de líquidos, nada de valijas grandes, estaba con ventajas para su regreso ya que conocía el tamaño que debían tener, aunque sospechaba que la cajita de madera en el aeropuerto de Londres era más pequeña que la de su aeropuerto argentino. No hubo problemas, la cajita levantó la barrera para continuar viaje. Por último estaba preparada para la falta de pasta dental, tenía caramelos.
Con un vuelo suspendido en la escala del aeropuerto de Barajas en España, ese regreso se demoró. La nueva partida la tendría pautada para el día siguiente. La empresa muy amablemente abonó un hotel, comida y unos minutos de llamada telefónica. Ahora la falta de dentrífico se hacía presente y  los caramelos se terminaban. Pero no desesperó. Esa adolescente, semi adulta, que conoció el primer mundo y buscaba certezas, las encontró: llevar muchos caramelos pero jamás dejar de disfrutar un viaje.